EL VALOR DE LA TEORÍA

Es curioso el desdén que despiertan la teoría como concepto y la teorética como metodología en nuestra cultura en general y en nuestra cultura académica en particular, cuyo valor pragmático es difícil de entender para el común de la gente, pues al vincularse a un conjunto abstracto y organizado de ideas que explican un fenómeno, deducidas a partir de la observación, la experiencia o el razonamiento lógico, se traducen en un etéreo agregado de reglas, principios y conocimientos acerca de una ciencia, una doctrina o una actividad, prescindiendo de sus posibles aplicaciones prácticas (Google dixit).

Así, es comprensible que en los estratos populares de un país marcado por la pobreza y el atraso se instale un estado de urgencia permanente, esperando que las cosas se hagan rápido y con resultados concretos en el corto plazo. La pobreza apremia, es cierto, y no deja mucho tiempo para la reflexión y el análisis, actividades que precisan, las más de las veces, de largos periodos de pausa. Eso es, desde todo punto de vista, comprensible, pero no que esta tendencia se traslade, sin reparos, también al ámbito académico, donde la necesaria perspectiva teórica debería encontrar su espacio natural, vital para encontrar una explicación científica a los procesos y fenómenos del mundo, todo a fin de sentar las bases cognitivas que son imprescindible para llevar adelante procesos sostenibles de investigación, desarrollo e innovación.

El mayor peligro radicaría, entonces, en el riesgo de que el mundo universitario termine fagocitado por las demandas sociales más inmediatas, aquellas que le exigen, unas veces, acciones propias de una agencia de desarrollo u ONG, y otras, labores de carácter francamente filantrópico, lo que bien medido, no tendría por qué ser del todo ajeno a la vida universitaria.

El problema emerge cuando esta forma de hacer y pensar se intensifica de tal forma que incide en la implantación de un modelo de formación universitaria que tiende a postergar la investigación solamente al postgrado, destinando la fase pregradual a un tipo de formación de carácter exclusivamente profesionista –cada vez hay menos tesis de grado y más modalidades alternativas de titulación–, generando operadores de lo ya existente, con escasa formación metodológica y menos teórica, faltos de capacidades para desentrañar y acaso cuestionar los basamentos epistemológicos que informan a cada disciplina en concreto, elemento central para la innovación sustentada en evidencia científica.

Esto implica repensar un modelo pedagógico universitario que, sin descartar el tradicional tipo de formación profesional basada en la enseñanza de lo existente, generalmente por repetición, incluya también mecanismos de aprendizaje cimentados en la investigación autoformativa, esa que estimule en el estudiante cuestionamientos permanentes y constructivos, dotándosele paralelamente de los conocimientos metodológicos necesarios para buscar las respuestas por sí mismos, lo que a su vez reportará un cambio de actitud ante la crítica, la autocrítica y el debate en un marco transdisciplinar.

No se trata de un cambio menor, importa, en primer término, una forma remozada de ver el contexto y practicar la docencia  y, en segundo, tomando los problemas no como fastidiosos escollos, si no grandes oportunidades que despierten en los chicos la inventiva, la creatividad y la innovación basadas siempre en la evidencia y la reflexión, más allá del puro esnobismo, el esoterismo o la simple moda, pues no se trata de cambiar por cambiar nomás, sino de hacerlo de forma inteligente, quizás con menos rapidez pero si con mayor solidez, algo imprescindible para superar nuestro crónico atraso.

Los tiempos corren vertiginosos y enfrentamos el riesgo de quedarnos fuera de carrera. Cada sociedad es responsable de instalar en su seno un espacio de reflexión más o menos blindado del medio, y ese no puede ser otro que el de la academia. Quizás así superemos nuestra bien ganada fama de consumidores acríticos de conocimientos y tecnología foráneas, para superar la lógica del calcado y el consumo de ‘enlatados’, propios de un tipo de modernidad imitativa que no nos ha hecho mucho bien.

Iván Arandia es Licenciado en Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Máster en Ciencia Política, Magíster en Administración de Justicia y Doctor en Gobierno y Administración Pública.

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