TODAS LAS GUERRAS PARECEN SANTAS

Iván Arandia

“Dios volverá al palacio”, prometió en una tibia noche oriental el dirigente cívico cruceño Luis Fernando Camacho, al iniciar su cruzada ante una fervorosa multitud, que finalmente concluyó en la fría La Paz, sede de gobierno, con un presidente renunciado y una presidenta transitoria agradeciendo a Dios, en su proclamación, el haber “…permitido que la biblia vuelva a entrar a palacio”.

Más allá de lo anecdótico, este hecho repone el interesante y no menos acalorado debate académico y político alrededor de la laicidad del Estado y sus instituciones, para unos asumida como un rasgo necesario de modernidad, felizmente constitucionalizado en 2009 y que se origina, paradójicamente, en el propio texto bíblico (“Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Mateo 22, 15-21); mientras que para otros, no se trata más que de una simplificación racionalizante, puramente normativista, que pretende camuflar uno de los rasgos más profundos de la naturaleza humana, esta vez en su vinculación con lo místico, del que no podría abstraerse la terrenal política.

Entonces, cabe la pregunta ¿Existió alguna vez un palacio de gobierno realmente exento de dioses en su interior? ¿Acaso solo un dios puede sacar a otro del poder terreno? Cuestionamientos que adquieren un interesante sentido si consideramos que por encima de la previsión constitucional de laicidad estatal, durante los casi 14 años de gobierno del expresidente Morales, la idea de dios o deidad jamás había salido de las instalaciones públicas, al contrario, estuvo cómodamente instalada en ellas, pues a las cruces cristianas se sobrepusieron las chakanas, a las misas y rituales cristianos las k’oas y el rigor formal de las posesiones presidenciales tradicionales fue aplastado por reinventados rituales originarios en templos andinos, bajo claro arbitrio de sacerdotes.

No puede dejar de considerarse que la relación del hombre con su fuero espiritual ha sido y es altamente compleja, que en ella se sedimenta antes la idea de la existencia de un ser sobrenatural y, después, una posible deriva institucionalizada denominada religión, entendida como una expresión cultural que hace de la deidad una fuente de poder terrenal, un marco en el que se desarrolla la vinculación del humano con su creador, es decir, con su dios, sea cual fuere (espíritu o naturaleza), situación de la que algunos pretenden obtener, casi automáticamente -y este es el problema-, una clara superioridad moral respecto de todo lo que le rodea, pues sin decirlo, se asume a sí mismo, arbitrariamente, como una especie de semidios, hijo del dios mayor, afirmación que en el plano del dogma de fe resulta ser para ellos indiscutible, estableciendo una cadena jerarquizada de poder bastante simple pero engañosa, y, quizás por ello, muy eficiente, veamos: i) Primero dios [sea cual fuere], ii) Luego sus hijos terrenos [creados a su imagen y semejanza]; y, iii) Al final, el resto del mundo [con todo lo vivo y no vivo que exista dentro de él].

En este contexto, la relación entre los primeros, es decir, entre la deidad y los humanos, tiende a desarrollarse en un plano meramente moral y discursivo, actuando al final éstos como superiores ante los terceros, en una especie de ejercicio del poder en cadena que encuentra su eslabón fundante en el mandato o autorización divina para usar y abusar de un mundo creado por el padre eterno para sus hijos terrenos, aunque con los límites morales que en este contexto surgen casi como consecuencia obligada en forma de reglas y restricciones religiosas que, a la hora de la verdad pueden o no resultar eficientes (para mayor detalle, ver “Dioses seremos” https://www.lostiempos.com/actualidad/opinion/20190704/columna/dioses-seremos).

En lo político entramos al segundo aspecto, es decir, en la conflictiva relación entre humanos que emerge como consecuencia de realidades, ideologías e intereses contrapuestos, a veces fusionados en líneas civilizatorias disímiles, cada cual con sus propias deidades, la batalla se desarrolla, en este caso, por la hegemonía entre ejércitos formados por sus hijos terrenos, dando lugar a las llamadas guerras santas [cristianos contra musulmanes, P.E.], fenómeno que se extiende también a las relaciones entre sujetos que comparten un mismo dios pero diferente religión [protestantes contra católicos, P.E.]. Y así, la potencia del discurso religioso es en este plano innegable, tanto que en el caso que ahora nos ocupa, las sagradas escrituras retornaron al palacio de gobierno mucho antes que el oriental Camacho pusiera siquiera un pie en tierras altiplánicas, materializándose en el momento en el que el ex vicepresidente del Estado se viera casi obligado a sustentar parte de su discurso político justificatorio en unos determinados pasajes bíblicos, mal citados, por cierto, algo realmente impensable para quien, hasta ese momento, se reputaba como un marxista clásico y, por ende, ateo.

En este orden de ideas, nunca tan acertado el hermoso poema de Ricardo Jaymes Freyre, titulado Aeternum Vale (Adiós para siempre) que grafica con finura la derrota definitiva que ese extraño “…Dios silencioso que tiene los brazos abiertos” (cristianismo) infringió a los aguerridos dioses nórdicos. Al final, nos guste o no, no es posible descartar, a priori, la hipótesis de que toda guerra es, en algún sentido, santa, agrietando -lo que es preocupante- la idea de un Estado laico, abierto y respetuoso de todas las manifestaciones religiosas existentes en su territorio, dispositivo de organización política diseñado para generar un espacio para "todos" y contener así, el avance de fanatismos de distinto cuño, en ocasiones tan ciegos y acríticos, como violentos con las diferencias.

Iván Arandia

Publicado en Los Tiempos el 21/11/2019:

https://www.lostiempos.com/actualidad/opinion/20191121/columna/todas-guerras-parecen-santas

Comentarios