LIBERTAD O SEGURIDAD
Iván Arandia |
¿Cuánta de nuestra libertad estamos dispuestos a sacrificar
a cambio de algo más de seguridad? Una pregunta de difícil respuesta y que tiende
a intensificarse en tiempos de crisis. Así ocurrió, por ejemplo, en el mundo
bipolar de la guerra fría, cuando la existencia de servicios secretos y duras
leyes de seguridad nacional se constituyeron en una respuesta casi natural frente
al peligro comunista, temores que también estuvieron presentes en la sociedad
norteamericana cuando en su momento optó por fuertes medidas de seguridad, para
algunos excesivas, al sentir en su propio territorio el dolor del terrorismo
internacional con el desplome de las Torres Gemelas, y hoy, cuando a nivel
global se extiende el peligro de la peste, se imponen nuevas medidas de excepción,
tenidas como razonables en tanto sean proporcionales al riesgo –en este caso la
vida y salud humanas– y se sostengan solo en la medida de lo necesario.
Es en este tipo de situaciones límite cuando las
sociedades se despojan de máscaras y la noción de seguridad, objetivamente vinculada
a ciertos factores materiales que la gente juzga necesarios para una vida ausente
de riesgos y, subjetivamente, a una sensación de confianza hacia ciertos objetos y/o sujetos, colisiona
con la idea de libertad, entendida desde Aristóteles como la capacidad del
individuo para decidir y obrar libre y racionalmente frente a una amplia gama
de opciones pre-existentes, conjurando la arbitrariedad primero a partir de
límites ético morales (evitar el libertinaje) y, después, mediante la irrupción
del Estado como un tercero supuestamente imparcial que haga de garante (evitar
el abuso).
De esta ecuación surgen los posteriores desarrollos
filosóficos y políticos que, a día de hoy, sustentan dos grandes modelos de dirección
social: a) El primero, propio de las sociedades occidentales, se sustenta en el
pensamiento liberal clásico, asumiendo, conforme señala Harari, a la libertad
como el mito dominante, visión que informa a la mayor parte de las constituciones,
incluyendo la nuestra. En éstas, cualquier medida estatal que resulte intrusiva
será siempre resistida, por lo que se propenderá hacía el equilibrio y la
moderación, con la desventaja que las decisiones democráticamente asumidas
tienden a ser menos eficaces en términos de tiempo y acatamiento efectivo; y b)
El segundo, frecuente en sociedades dispuestas a tolerar medidas estatales
intrusivas a cambio de bienestar y seguridad, en las que la pretensión de
libertad plena es, por diferentes motivos, menos intensa y la escala de
prioridades colectivas se reordena de forma diferente, peor en periodos de
crisis. Quizás ésta es una de las razones para que la fuerte vigilancia
electrónica en China fuera en su momento bien acogida por una gran parte de la
población, incluso desde antes de la pandemia, y utilizada luego, con bastante
éxito, para el control epidemiológico (ver: China. La vigilancia absoluta), algo
similar a lo ocurrido en Corea del Sur (ver: Control epidemiológico digital). Demás está
decir que esto demanda la existencia de un aparato estatal potente y
omnipresente, algo muy difícil de encontrar y peor tolerar en latitudes de intensa
tradición libertaria.
Este tensionamiento se extiende a nuestra realidad
aunque con características muy propias, observándose en nuestro caso que son
los segmentos populares, supuestamente anti-liberales y hasta hace poco
ciegamente estatistas, los que se rebelan a la cuarentena alegando la necesidad
de trabajar, mostrándose –obligados por su depauperada situación y bajo una
suerte de micro-capitalismo de subsistencia “al día”– como unos perfectos
liberales económicos, pero no ideológicos, al imponerse en ellos una visión
comunitarista de raigambre indigenista o sindical. Mientras que los segundos,
sectores urbanos de ingresos medios hacia arriba, de quienes se esperaría una
reacción más bien liberal, se muestran hoy bastante dispuestos a soportar tales
imposiciones desde el Estado, así les reporte un cierto nivel de pérdida
económica, subdividiéndose, para su mejor comprensión, en dos segmentos: a) uno
compuesto en su mayoría por trabajadores dependientes, sea del sector público o
privado, quienes resultan ser menos liberales económicos que ideológicos, ya
que parecen sentirse muy cómodos en su situación de ingreso fijo bajo dependencia
económica de un empleador, pero sin renunciar a su libertad en el plano de las ideas;
y b) Otro compuesto por empresarios (pequeños, grandes y medianos) y
profesionales liberales de relativo éxito, en los que coinciden ambas
categorías, haciendo de ellos liberales tanto en lo económico como ideológico.
En conclusión, esa paradójica pluralidad que
determina el carácter “abigarrado” de la sociedad boliviana, resulta
incomprensible desde la lógica binaria liberal/estatista antes explicada, pues
la presencia de múltiples actores catastróficamente empatados, con intereses en
unos casos coincidentes y en otros disonantes, con adversarios más que
enemigos, inviabiliza cualquier salida revolucionaria basada en la idea de vencer
o derrotar, urgiendo un proceso dialéctico para una tercera opción que rescate,
por deconstrucción, lo mejor de todos los frentes en disputa, siempre en
dirección hacia el centro político, el justo medio aristotélico que permita un
espacio de encuentro en el que libertad y seguridad convivan bajo equilibrios
variables, aunque en situaciones de gravedad, el sentido común dicta que la
primera ceda, temporalmente, ante la segunda.
Iván
Arandia es Doctor en Gobierno y Administración Pública
Publicado
en Página Siete el 27/03/2020:
https://www.paginasiete.bo/opinion/2020/3/27/libertad-seguridad-250972.html
Interesante...
ResponderEliminarEs, sin duda, la pregunta que marcará el ritmo de los futuros acontecimientos...
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