EL PROGRESISMO EN EL DERECHO


El progresismo es, más que una línea ideológica concreta, un relato general del mundo, un meta relato, como suelen definir algunos, es decir, una forma de observar, explicar y proyectar grandes totalidades (procesos y fenómenos humanos), trasvasando posicionamientos políticos del más diverso cuño, a la par de fundamentarlos bajo formas e intensidades variables.

En líneas macro, la noción de progreso nos remonta una visión lineal del desarrollo histórico de la humanidad de atrás hacia adelante, es decir, hacia un mundo mejor y es por ello que se interpreta mejor desde una perspectiva temporal, entendiéndose, más allá de los cuestionamientos que bien podrían plantearse desde perspectivas distintas, que el progresismo le apuesta a la utopía de un mundo cada vez mejor, prometida por y desde la modernidad, al menos en sus fundamentos iniciales y se vincula al avance de la ciencia y el consiguiente desarrollo tecnológico, entendidos como pasos hacia a más y mejor.

Más allá de ello, por el momento nos limitamos a identificar algunos aspectos concretos que definen la idea de progresismo y que cuajan, sea cual fuere el posicionamiento político en el que se pretenda aplicar, en dos grandes corrientes, cuando menos:


a. El progresismo clásico, emergente de la idea de modernidad, cuyo carácter racional/objetivo se fundamenta en el positivismo científico que sostuvo la ilustración y las revoluciones industriales, que explica los avances y los límites de la humanidad en una realidad externa ajena y pre-existente al propio observador, respondiendo por ello a una lógica de cambio algo más lenta y, sin caer en lo conservador, exige de un cierto nivel de mesura y algo de modestia y cautela frente los avances tecnológicos que en su desborde arriesgarían incluso a su propio creador, imponiendo ciertos reparos de orden ético, epistemológico y biológico. Esta perspectiva fue cediendo terreno principalmente en el ámbito de las ciencias culturales o sociales pero que en la actualidad parece adquirir un remozado impulso, producto probablemente de la nueva ola de avances científicos que ahora cuajan en tecnología concreta y en innovaciones basadas en evidencia, obtenida y procesada con rigurosidad científica. 

b.  El progresismo posmodernista o racional/idealista, que, en un talante más bien activista, se enfoca en acelerar el cambio social y se escinde de la corriente inicial antes descrita, incomodándose en este plano de la acción política con los límites emergentes de la pretensión de objetividad que sostiene al concepto de ciencia y su rigurosidad metodológica, adoptando una lógica de transformación más fácil y expedita desde arriba, es decir, tomando los aparatos ideológicos estatales mediante la expansión mediática de un discurso que cuaje en las preferencias del votante y se transforme así en poder estatal, en norma y acción burocrática que finalmente se constituirán en instrumentos que impongan el anhelado cambio.

 

Esta última es la corriente que se ha impuesto en el plano de las disciplinas a las que Bunge denomina culturales, entre ellas el Derecho, y que en su versión más radical puede derivar en ciertos rasgos distorsionadores que es necesario poner en evidencia:

 

·  El fetichismo de la novedad, la percepción de que el pasado y el presente siempre fueron y serán peores que un prometedor futuro y que hoy, con los avances científicos, es posible construir a la medida de las exigencias humanas máximas. Y hasta aquí llega su romance con la ciencia, a la que observa solo como un instrumento tecnológico y no como un dispositivo epistémico y ético para conocer mejor el mundo y actuar en consecuencia. De eso hablaremos un poco más adelante.

 

·  El humanismo antropocéntrico, subproducto del elevado grado de dominio técnico obtenido por el hombre sobre la naturaleza y que degenera en distorsiones cognitivas acerca de la condición humana y sus posibilidades como parte del sistema, al extremo de situar al hombre en el centro del universo, una suerte de semidios que “construye” el mundo de acuerdo a como se lo imagina, desdeñando los límites impuestos por la realidad.

 

·  El pseudocientifismo, pues aunque el progresismo es una derivación de las ideas ilustradas, paradójicamente, en su versión radical, hace corto circuito y ante la imposibilidad real de engarzar ideas/ideologías, dogmas, emociones y prejuicios con una visión de mundo propiamente científica, tienden a construir discursos barrocos, intencionalmente nebulosos y rebuscados, sobreinterpretando datos, procurándose un aura de erudición aparente que los aleje de los misticismos y excesivas moralidades en los que suelen caer, encarnándola paralelamente en gurús, caudillos, iluminados y charlatanes mediáticamente construidos hasta ubicarlos incluso en las posiciones más elevadas de las instituciones académicas.

 

·   La contradicción omnipresente, que distrae la razón e instaura el miedo como aglutinante  de posturas irreconciliablemente enemistadas, tribus que al no encontrar canales comunicativos, apelan a la destrucción del contrario siendo para ello necesario dominar los aparatos represivos del Estado con este fin, incluyendo a los jueces.

Ahora bien ¿Cómo ingresan estos elementos en el mundo del Derecho? En este punto partiremos específicamente desde la concreción y acaso ampliación de los Derechos Humanos y su restricción o extensión, como un indicador que, entre otros, revela el talante del funcionamiento estatal en relación al respeto de la dignidad de la persona y sus derechos en tanto límites al ejercicio de la autoridad pública. En este marco, no hay mejor forma que proyectarnos en escenarios posibles dentro de los diferentes ámbitos de acción estatal:

 

1. En sede legislativa, al momento de la generación de la disposición normativa formal no hay mucho que decir, ya que en los debates legislativos, desarrollados en el ámbito estrictamente político, no existen mayores límites que los constitucionales y morales e ideológicos, por lo que los cuatro factores anotados puede concurrir en dosis variables y dar pie a resultados definidos, por lo general, por la ley del más fuerte, es decir, la fuerza de las mayorías parlamentarias, con excepciones en ciertos momentos en los que será necesario establecer negociaciones para este efecto. Finalmente, este es el espacio para discutirlo todo, con sus defectos y virtudes.

 

Cabe hacer una consideración en este punto a los especiales procesos de reforma constitucional, en los que, más allá del mecanismo procesal que se emplee, el indicador de resultado radica en la dimensión del catálogo de derechos que se inscriba en el texto, bajo la idea de que ello compromete y ata al Estado y los recursos que éste maneja, siempre escasos, por lo que, aquello en lo que se le obligue invertir, significará abrir un hueco en algún otro lado, lo que a la larga puede generar ciertos incumplimientos estatales por limitaciones materiales y que políticamente puede, a la larga, socavar la confianza popular en la democracia, a la que, bajo una visión maximalista, se le quiere exigir todo pues la Constitución finalmente lo compromete a todo.

 

En cualquier caso, el político es el escenario natural de debates abiertos donde aplican libremente las ideas y deseos, más allá de condicionamientos científicos, aunque dejarlos del todo de lado, tampoco parece la mejor opción. No limitamos a ello en este punto.

 

2. En sede administrativa, es decir, en la necesaria interpretación normativa que deben desarrollar los burócratas para el ejercicio de sus atribuciones, tendería a imponerse la primera corriente, es decir la racional/objetiva, pues el funcionario público se ve obligado a balancear los intereses del Estado, que en el mundo de Alicia se dice que encarna lo colectivo, con los derechos de los ciudadanos/usuarios/ derechohabientes, por lo que debe recurrir siempre a una visión más pragmática a la hora de tomar las decisiones administrativas, equilibrando los intereses estatales que representan, supuestamente, a los intereses de la colectividad, frente a los egoístas intereses del individuo.

 

Esto, vinculado al ejercicio de la potestad estatal, convierte, paradójicamente, al protector de los Derechos en su mayor vulnerador. 

3. En sede judicial, más propiamente en la generación de la norma jurisprudencial, el núcleo del debate es bastante complejo, desde la ideología, intereses y razón del juez, hasta el humor con el que se despierte, pero se concentraría, esencialmente, en la aplicación del Principio de Progresividad, un criterio de interpretación normativa que impele a que cualquier intervención estatal, con más razón la judicial, debe siempre procurar mantener o ampliar el alcance de los derechos y no reducirlos o restringirlos sino por causa justificada y basada en criterios normativos previos, constituyéndose, en su sentido estricto, un mandato de optimización de los mismos, por un lado, y de limitación al poder, por otro. Es así que la forma de aplicación de este principio, tanto en extensión como en profundidad, se derivará del tipo de progresismo aplicado y la intensidad del activismo que defina a un juez u otro.

 

Así, desde la perspectiva racional/objetiva (liberalismo ideológico clásico) un juez asumirá una posición menos activista al entender que, y sin que ello implique desconocer ningún avance, se debe encontrar un punto de equilibrio entre la necesaria materialización de los derechos y las posibilidades materiales para concretarlo, a sabiendas de que esto representará necesariamente una carga directa al erario estatal. Tantos Derechos como sea posible en las condiciones reales para su materialización, sería la máxima de un juez prudente.

 

Pero esta postura, llevada al extremo, puede vaciar de contenido a los derechos y justificar sus restricciones en base a unos límites que bien podrían ser abusivamente definidos, además de evitar responder a los cambios que inevitablemente se producen en las sociedades.

 

Por otro lado, la corriente racional/idealista, de base esencialmente constructivista, que en el fondo reniega, como se tiene dicho, de las limitaciones emergentes de las regularidades objetivamente observables en el mundo, puede llevar al juez a caer fácilmente en los cuatro extremos en los que suelen incurrir las versiones extremas del progresismo postmoderno en general, direccionando la aplicación del principio de progresividad. Veamos: i) El fetichismo de la novedad, ir “hacia un adelante”, un mundo mejor definido subjetiva y a veces acríticamente, como un dogma de fe, sin reparar que no porque no se haya hecho algo antes significa que sea necesariamente mejor que lo ya existente y que no porque no se haya hecho debe hacerse aquí y ahora. Esto puede llevar a un juez que tienda a "legalizar" con sus resoluciones o adoptar en sus decisiones cuanta cosa se le presente como innovadora, un hecho o corriente "de avanzada"; ii) El humanismo antropocéntrico, elevando al humano y sus ideas como la expresión máxima del “deber ser” y la base de la “deconstrucción” de lo malo y la “construcción de lo bueno”, postergando las condiciones materiales necesarias para su realización y negando arbitrariamente los límites impuestos por la objetividad. En este marco, el funcionario judicial podría asumirse a sí mismo como un “juez Hércules”, un semidiós habilitado para reconstruir el derecho vía interpretación y cambiar el mundo por decreto judicial, incluso por encima de los debates democráticos y éticos. Quizás es por esto que muchos progresistas radicales consideran que el arreglo republicano vinculado a la separación e independencia es, por excelencia, conservador y anti-revolucionario; iii) El pseudo cientifismo de los valores, pues al no encontrar base científica “favorable” para sus proyecciones ideológicas, el escenario judicial puede verse invadido por una ola axiológica que suele dar rienda suelta a construcciones discursivas enredadas y envueltas en un celofán de erudición para justificar ciertas decisiones; iv) La contradicción omnipresente, traducida en el plano judicial como una suerte de dificultad artificial construida para encontrar contradicciones insalvables que generan casos difíciles y acaso trágicos en todas partes, hasta debajo de las piedras, a fin de abrir espacios para justificar medidas interpretativas “de avanzada”, liberándose de las reglas lógicas o distorsionándolas a fin de lograr unos determinados fines vinculados al ideal etéreo de justicia (definida de acuerdo a caprichos e intereses). Esta tendencia invade además las propias aulas de enseñanza superior de nuestra disciplina, en las que el pseudocientifismo se inviste de una aparente cientificidad, con intervención de la institucionalidad universitaria.

 

En su extremo, esta perspectiva desnaturaliza el Derecho y lo instrumentaliza abiertamente hacía unos determinados fines políticos y satura el sistema con mandatos que al no poder traducirse en realidades concretas o hacerlo a medias, se quedan como promesas incumplidas de una democracia que, en estas circunstancias, corre el riesgo de ser socavada, exigiéndosele más de lo que puede dar, debilitándola al extremo de la implosión.

En conclusión, el progresismo en su versión liberal, clásica, responde a las ideas de la ilustración y la revolución del conocimiento, encontrando sus límites precisamente en ello, en la realidad contemplada bajo pretensiones honestas de objetividad, con cierta rigurosidad científica y lógica, lo que no representaría problema alguno; sin embargo, en sus versiones extremas, principalmente en su perspectiva posmodernista, racional/idealista suele producir los efectos negativos anotados.

El escenario judicial debe ser el espacio natural de la prudencia, para el encuentro de la razón (normas/deber ser) con los hechos (realidad/ser). Ni tan frio que congele ni tan caliente que escalde, todo en su justo medio.

Iván Arandia es Licenciado en Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Máster en Ciencia Política, Magíster en Administración de Justicia y Doctor en Gobierno y Administración Pública.

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