MIEDO
Iván Arandia |
Un
porcentaje importante de la población cae con facilidad, quizás como producto del caótico trajín y
la falta de claridad inherentes al mundo contemporáneo, en un estado de
desorientación generalizada que a la larga sedimenta desconfianzas, con riesgo
de cronificación. Esta situación de salud emocional precarizada induce a la
gente a la búsqueda desesperada de propósitos y sentidos de vida, expandiendo
la clientela de ese enorme y próspero mercado emergente de
"remiendos" existenciales, esos que se expenden por doquier –y sin
receta– bajo la forma de religiones, ideologías, patrias, causas, modas y un
largo etc., seductoras prescripciones que prometen a los urgidos un sostén
moral de aparente solidez.
Es
la tónica de la existencia y en ella la oferta de remaches
ideológico/espirituales es amplia, pero con una base de sustentación común
asentada en uno de los factores humanos más intensos, necesarios y a la vez
riesgosos, la urgencia de seguridad, muy ligada al propósito/instinto de vivir
(o sobrevivir) pero bajo las condiciones hoy impuestas por el llamado Estado de
Bienestar, muy cercano a nuestro Vivir Bien, constituyéndose en una enorme
fuerza interna que una vez procesada y racionalizada se transforma en
"miedo", potente emoción atávica que subyace y define a todas las
demás, pues vela por uno de los valores esenciales, de última ratio, como es la vida, hoy
indisolublemente vinculada a un cierto grado de bienestar, alertando sobre una
amplia gama de peligros, reales o imaginados, que la acechan y a su vez detonan
un diverso conjunto de respuestas que desencadenan fenómenos primarios, unas
veces para construir y otras para destruir, y acaso inmovilizar posibilidades
de acción mediante el pánico.
Este
mecanismo, que en la mayor parte de las especies se desarrolla como una
manifestación biológica de reacción instintiva, casi automática, se configura
en el humano como una compleja red de instintos y emociones ligadas en alguna
medida a la razón, haciendo que el proceso de toma de decisiones y disgregación
entre lo bueno y lo malo, lo riesgoso y lo inofensivo, se dificulte,
involucrando en magnitudes variables las tendencias humanas más básicas con las
más enrevesadas construcciones psicológicas y culturales, propias de nuestro
tiempo.
Es
fácil concluir que quien defina lo que es socialmente peligroso (aunque
realmente no lo sea), detentará un enorme poder sobre sujetos y conjuntos de
sujetos, ya que al apropiarse de la compleja relación miedo/peligro y
sobrevivencia/bienestar, se arroga también la potestad de direccionar en un
sentido u otro una gran parte de lo que las personas hagan o dejen de hacer,
infundiéndoles en dosis variables algo de temor. En estas condiciones, serán
los que detenten los factores de poder los primeros interesados en manipular
nuestros temores mediante diferentes mecanismos, desde los más blandos (medios
de comunicación, por ejemplo) hasta los más duros (coerción física, asfixia
económica, presión laboral, etc.), ambos a su modo eficaces para internalizar
en la gente ideas y turbaciones, constriñendo directa o indirectamente su
conducta.
En
este estado de cosas, solo a partir de la información y el conocimiento será
posible liberarnos, al menos parcialmente, del riesgo de manipulación a partir
del espanto que nos infunde este mundo plagado de incertidumbres, realidades
virtuales y corporeidad difusa. Temer es humano, claro que sí, pero la razón,
que también lo es, nos permite distinguir lo realmente amenazador de lo inocuo
y dominar la bestia calculando los riesgos de enfrentarla sin morir en el
intento, evitando aterrarnos por nada y huir sin razón, o quedar pasmados
frente a nuestra propia sombra.
Marx
estaba equivocado, el motor de la historia no es la lucha de clases (o de
contrarios) sino el miedo y las capacidades que desarrollemos para vencerlo,
tanto en nuestras decisiones de índole personal, como en nuestra atribulada
relación con lo público.
Iván
Arandia es Doctor en Gobierno y Administración Pública
Publicado
en Los Tiempos el 18/08/2018:
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